Había que hacer largas caminatas para llegar a
mi trabajo como restauradora en el Museo
Nacional de Historia "Castillo de Chapultepec". Cruzaba una parte
de la primera sección del Bosque saliendo del metro o desde la puerta de Gandhi
por Avenida Reforma donde te recibían las rejas que “son verdes, son verdes, nomás
para usted”. Especialmente agradable era
caminar los lunes por la mañana cuando el Bosque y el Museo permanecían
cerrados al público. No había nadie, no pasaba nada, salvo el Bosque y sus
habitantes. Antes de las siete, todavía quedaba un leve rocío, fresco y ligero,
previo al amanecer. Si en la noche había llovido, el rocío se tornaba en densa
y misteriosa bruma que vagaba entre los ahuehuetes y las columnas del Monumento a los
Niños Héroes.
Para el ascenso a “El Castillo” había dos
posibilidades: subir por la rampa principal de acceso haciendo uso del famoso trenecito,
o bien, aventurarme por la escalera de Carlota, -la de Maximiliano de Habsburgo. Utilizar la escalera
me parecía especialmente emocionante: requería un especial esfuerzo
equilibrarse por un sinuoso camino de escalones irregulares casi oculto entre
la vegetación de un cerro sin cuidado de jardinero alguno. Después de unos quince
minutos por fin se vislumbraba el inmueble que alberga la Dirección de Estudios
Históricos del INAH, a un costado de la Galería del Caracol y a unos pasos de
la rampa y la puerta de hierro que resguarda la entrada al Alcázar. Me gustaba mucho
subir por ahí, tan trabajosamente, imaginando historias de amores clandestinos,
locura y espionaje como si de “Noticias del Imperio” se tratara.
En el Museo Nacional de Historia todo parecía
tener un dueño y una anécdota. En el transcurso de un año lavé la vajilla de
Carmen Romero Rubio, armé y desarmé el carruaje de Benito Juárez, pulí el sable
de Porfirio Díaz, zurcí la casaca de Miramón, reparé el abanico con plumas de
avestruz de Carlota y barnicé el retrato de la esposa del general Santa Ana,
entre otras tantas restauraciones que se efectuaron en el taller. Difícil creer
que sólo pueda accederse a la historia mediante la sapiencia de los libros cuando
se han tenido entre las manos todos estos objetos que tanto tienen de cotidiano
como de memorioso.
Pero si bien todo objeto cuenta una historia,
los objetos son, ¿cómo decirlo?...mudos. Hacen falta intérpretes que los hagan “hablar”.
Es ahí donde entramos los profesionales de los museos: investigadores,
historiadores, museógrafos, arqueólogos, curadores, educadores, diseñadores,
arquitectos, restauradores, almacenistas, administradores, custodios, guías y
un larguísimo etcétera que día a día trabajamos en los museos nacionales para
que la gente como tú y como yo pueda acercarse al pasado desde el punto de
vista de la historia material, es decir, el de la historia contada a través de
los objetos.
En mi recuerdo, regreso con frecuencia al Castillo
de Chapultepec. Recorro nuevamente su galería de vitrales emplomados, camino
por el salón de malaquitas, me pierdo entre los murales de Siqueiros, subo al “Generalito”
para observar las estrellas y desciendo ceremoniosamente por la escalera de
leones. Por último, tomo asiento en una banca de mármol junto a la barandilla del
Alcázar y desde ahí contemplo la ciudad de México: “un bosque de espejos que
cuida un castillo”.
IMAGEN:
José María Velasco
El
Castillo de Chapultepec, 1878
(fragmento)
Óleo sobre tela
Colección Museo Nacional de Arte,
CONACULTA-INBA
Comentarios