lunes, 15 de julio de 2013

LA MUJER QUE NO DECÍA SU PROPIO NOMBRE


Antes de la inauguración en 2003 de las nuevas instalaciones de la Escuela Nacional de Conservación, Restauración y Museografía ENCRYM, María Teresa Franco ya había sido directora general del Instituto Nacional de Antropología e Historia por ocho años. De hecho, cuando ingresé a la licenciatura en Restauración de Bienes Muebles allá por 1993 se inició una serie de reemplazos y nombramientos que más parecían tener de juego de las sillas que de estrategia política. En la década de los noventa, cuando Franco ocupaba el puesto más alto en la jerarquía del INAH, Sergio Raúl Arroyo era su secretario técnico, es decir, número dos al mando. Esta secretaría lo encaminaría posteriormente a la dirección general del 2000 al 2005 y luego, una vez más en el 2013. La semana pasada acabamos de enteramos que Arroyo renunció para dar paso a María Teresa Franco como jefa máxima.

En el siglo pasado tomar clase en la ENCRYM significaba fumar sentados sobre un bidón de gasolina para probar nuestra temeridad y arrojo, así como asistir a clase en improvisados salones y talleres construidos con techos de lámina acanalada y muros de tabla roca circa 1968. Décadas después, la solución provisional se había vuelto, como muchas otras cosas  y puestos en el Instituto,  algo casi permanente.  Aún así, el entorno de la escuela no podía ser mejor: eran los jardines del ex-Convento de Churubusco en Coyoacán, lugar al que familiarmente nos referíamos como “Churu”. La entrada principal se encontraba frente al monumento con la escultura en bronce del General Anaya, aquél personaje que vencido por el ejército norteamericano en 1847, exclamó blandiendo su puño al aire: “¡Si tuviera parque, usted no estaría aquí!”.  

Como estudiante de licenciatura debía cumplir con mil horas de servicio social ¿Se imaginan? ¡Mil horas! Había que comenzar inmediatamente, así que desde el primer año me apunté a varias actividades como la de auxiliar en la organización del congreso Material Issues in Art and Archeology IV a realizarse en Cancún gracias a la colaboración entre el INAH y el Getty Conservation Institute. Los primeros días del encuentro hubo que atender a los asistentes en el registro, hacer la instalación de los afiches, organizar carpetas y gafetes, así como llenar los recibos por el pago de actividades extra curriculares como los recorridos a Chichén Itzá o el nado con delfines en X-Caret.

A la mesa de registro se acercaron un profesor y una señora de mediana edad vestida con un traje sastre demasiado caluroso para el clima del Caribe. “Debe estar muriéndose de calor”, pensé. “Señora, ¿me podría dar su nombre?, pregunté con mi mejor voz de edecán/restauradora. Mirándome incrédula y algo indignada, la dama en cuestión contestó: “¡Pero cómo! ¿No sabes quién soy?”. “No señora discúlpeme, pero, pero no, la verdad que no tengo ni…”. “¿Cómo ves? -interrumpió, dirigiéndose ahora al profesor- ¡esta niña no sabe quién soy! Ay, Javier dile quien soy, por favor.”

Ése fue mi primer encuentro con María Teresa Franco, la mujer que no decía su propio nombre porque su fama debía antecederla a donde quiera que se presentara. Era 1994 cuando al entregarle su gafete personalizado de asistente al congreso Material Issues in Art and Archeology IV le dije, casi tan seria como lo habría hecho el mismísimo General Anaya: “Señora, si tuviera parque, no estaría usted aquí”. Claro que lo hice en total silencio y con la más cordial de las sonrisas. 

IMAGEN: María Teresa Franco como directora del INBA en la entrega del premio Xavier Villaurrutia 2007. Fotografía de Claudia Guadarrama para MILENIO. 

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