Si
hay un museo grande como el que más, seguramente debe ser el Museo Nacional de China (MNC) en Beijing. Emplazado
al interior de un riguroso y elefantiásico edificio cuya fachada está dirigida hacia
la emblemática Plaza de Tiananmén, el inmueble comparte vecindad con la
igualmente gigantesca Ciudad Prohibida y el Mausoleo de Mao. Como todo símbolo
político-cultural que se precie de serlo, el museo se muestra con plena
consciencia de su peso simbólico: el de una mega institución encargada de
resguardar el patrimonio cultural que dota de identidad y más aún, sentido, a
la Historia Nacional China (así, con
mayúsculas y negritas). Un fenómeno que en México, no nos resulta del todo
ajeno: aquí mismo tenemos nuestra plancha del Zócalo y el Museo Nacional de
Antropología, faltaba más.
Tal
como lo podríamos imaginar, los orígenes de este museo se encuentran en la
Revolución de 1911. Sin embargo, fue hasta la fundación de la República Popular
China en 1949 que el espacio respondió a las necesidades del nuevo estado y por
primera vez recibió el apelativo de “nacional”. En su décimo aniversario (1959)
se completó el primer edificio. Siempre ligado a los gestos políticos de su propio
tiempo, el museo fue nuevamente transformado mediante un proyecto de reconstrucción
y expansión iniciado en el 2007 y concluido en 2010.
El
MNC comparte lugar de honor con otros grandes megalómanos, siendo posiblemente
el continente museístico más grande del mundo con 192 mil metros cuadrados
construidos. Tan sólo la exposición permanente “China Antigua”, con artefactos
que van del 2100 a.C. al 1911 d.C., se extiende por 17 mil metros cuadrados y
abarca ¡un solo piso! Supongo que también debe ser uno de los museos más visitados
del planeta, en clara proporción con el país donde se encuentra.
Para
ingresar, permanecí en fila por más de una hora y escanearon tanto mi pasaporte
como mi persona. El manejo de multitudes y la seguridad no son ninguna broma en
la República Popular China. También considerando que la entrada es gratuita, resulta
prudente dosificar el ingreso de visitantes, lo que a la larga favorece la
circulación y la apreciación de las exhibiciones. Una vez dentro, la
experiencia con el público chino es semejante a la que tendríamos en un parque al
aire libre: la gente se toma siestas en las bancas y organiza picnics para celebrar
los cumpleaños de los niños (bueno, casi). Los selfies están a la orden del día y la venta de souvenirs se encuentra a cada segundo paso que se da.
Podría
detenerme en comentar largamente cada una de las exhibiciones permanentes o
temporales, y créanme que las había y en abundancia. En 192 mil metros cuadrados
hay mucho que ver y todo que admirar. Sin embargo, después de pasar una mañana entera
y parte de la tarde deambulando, quiero
compartirles lo que acabó siendo para mí la verdadera joya del recinto, o al
menos, lo que más llamó mi atención en cuanto a concepto y contenidos. Permítanme
explicarles a qué me refiero y con suerte, compartirán el por qué de mi
interés.
Lo
que más me impactó al final del día fue la exposición permanente titulada
“Regalos de estado: testamento histórico de los intercambios amistosos” -la
traducción es mía a partir de la versión en inglés del folleto-. La muestra en cuestión consistía en 611 obsequios
entregados por gobiernos extranjeros a los representantes máximos del Partido
Comunista, esto a partir de su actividad diplomática en China durante los
últimos sesenta años. En resumen: son los regalos que las representaciones
internacionales dieron al gobierno chino con ocasión de alguna visita oficial. El
conjunto era un auténtico gabinete de curiosidades. Una cámara de las
maravillas. La cueva del tesoro. Todo un wunderkarmmen.
Como
en todo buen gabinete de curiosidades, los artefactos abarcaban tanto la naturalia como la artificialia. Objetos de la naturaleza, creados o recreados; construcciones
y manufacturas; seres míticos y mágicos; algo de arte y antigüedades; muchas y
variadas artesanías; materiales preciados y preciosos. Todo tenía cabida en
tanto fuera lo más grande, lo más caro, lo más raro, lo más bizarro, lo más
increíble, lo más representativo, lo más sorprendente, lo más intrincado, lo
más inútil. Y era en este exceso y autocomplacencia mundana que la exhibición
encontraba su absoluta razón de existir.
Una criatura mítica: pocelana entregada a Jian Zenin por el presidente venezolano Hugo Chávez en 2001 |
Naturalia: Piedra semipreciosa (?) entregada a Jia Quinglin por el gobierno de Namibia en 2010 |
Artificialia: Modelo en piedra del Taj Mahal entregado a Zhou Enlai por el gobierno de Agra, India en 1954 |
Organizada
de manera cronológica a partir de los gobernantes en turno, las vitrinas se
muestran repletas de objetos que mantienen fascinados a la gran cantidad de
visitantes que los contemplan casi hipnotizados. La explicación es mínima, lo
verdaderamente importante es qué representación gubernamental entregó y cuándo
lo hizo. Aquél que definió al museo como el escenario del mundo no estaba tan
equivocado. Aquí vemos la selección más estrafalaria de objetos decorativos del
planeta, una especie de Naciones Unidas de los “roperazos” que a la vez que
confunden, hartan y admiran.
Cisnes de porcelana entregados a Mao Zedong por el presidente estadounidense Richard Nixon en 1972 |
Por
otro lado, no deja de ser interesante el tipo de regalo que un gobierno
extranjero ofrenda a otro como representación material de su propio país de
origen. Incluso podríamos decir que cada artefacto pretendería simbolizar al
territorio en cuestión, y ¿por qué no?, las aspiraciones del gobierno en turno
dentro del llamado “concierto de las naciones”. Por ejemplo: ¿qué regalaría en
1996 el gobierno mexicano de Ernesto Zedillo sino un pequeño guaje en plata .925
manufacturado posiblemente por Odilón Marmolejo?
Fuera
de especulaciones políticas, “Regalos de
estado” y, de manera general, el Museo Nacional de China es una especie cultural
que creíamos en peligro de extinción pero que, sin embargo, vive, crece y se
multiplica. Magnífico en su continente y exhaustivo en sus contenidos, preserva
la idea mítica de la construcción cultural del Estado-Nación (sí, otra vez con mayúsculas y negritas) al interior
de sus vitrinas.
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